Era una catástrofe. Con un poco de suerte, fallarían las bajas esa noche. Que no los comensales descontentos.
La Varenne se frotó los ojos y suspiró con abandono. Detrás de sus párpados, bajo las luces acusicas de la cocina, arriba y abajo, todo era blanco. Incluso la salsa bechamel. El azafrán, la pimienta y otras especias altisonantes, parecían mirarlo con reprobación desde el fondo del estante.
Todo él y su censurable carrera en la cocina, se habían convertido, entonces, en un terrible accidente culinario.
Afligido, removió la mahonesa, blancuzca y descontenta como él mismo. Salpicó perversamente una obertura descompuesta de perejil y perifollo; y acuchilló a un par de champiñones que lucían particularmente contentos.
Se llevó una cucharada a la boca desganadamente y, de imprevisto, sonrió. La guillotina imaginaria Luis XIV, que parecía haberse colgado al cuello aquella noche, se retiraba contrariada hacia algún rincón apartado de su mente.